traductor

martes, 1 de marzo de 2011

LA CANICA

Se levantó y dejó su juego nuevo. Descubrió a su amiga en la ventana.
No comprendía por qué. Tal vez mas tarde, cuando creciera.
Por qué no podía nunca acariciarla con sus dedos si estaba allí mismo, pálida, redonda como cualquiera de sus canicas de colores.
Perfecta y luminosa canica que parecía cercana, allí mismo, al alcance de sus manos. Pero debía estar lejos. Muy lejos. Cada vez más lejos, tal vez.
Estiró el bracito todavía demasiado corto. Se puso de puntillas. La mano atravesando el hueco de la ventana. No llegaba. Aun no. Cerca y lejos.


Se sentó, un poco frustrado y retornó al juego. Un puzzle de letras que le acababan de regalar. Muchas letras lindas con las que formar palabras ¡ya sabía juntar las letras! Se sentía poderoso en medio de ellas. El señor de las palabras. Asió la P hermosa y barriguda, la unió a la A. Muy estirada la A y después eligió, medio al azar, aquel zigzag que se llamaba zeta. Pe-a-ceta. Deletreó. Era como la PAZ. Cogió juntas las tres letras y las lanzó al aire. Como si esperara que en algún momento la paz lloviera sobre su casa, sobre su pueblo.

Era tan pequeño que aun podía formar vocablos que se convertían de inmediato en existencias.

Otra palabra linda: a-eme-i-ge-o y el AMIGO voló junto a la paz y se convirtió en un ser de carne y hueso. Así son los niños. Más palabras y más… se hacían realidad sobre su mundo. Al tiempo de formarlas.

Jugaba una y otra vez intentando no elegir palabras feas. Es que hay palabras feas? Se preguntó, a la manera en que suelen hacerlo los niños. Tal vez no, no son feas las palabras, sólo pueden serlo cuando se materializan y se convierten en realidad o-de-i-o. Esta palabra no le gustaba. Nunca la colocaría en medio de las otras.

Sólo coleccionaba palabras bonitas. De esas que se pueden regalar.
A-eme-o-erre.

Eme-a-de-erre-e.

Hache-e-erre-eme-a-ene-o.
Palabras transformadas en creación. Llenando el cuarto de colores y de luz.
De seres cercanos.

Miró de nuevo a la ventana.
Allí en el fondo brillaba cada vez más su canica, cerca-lejos.
Intentó tocarla de nuevo.
Siempre había querido acariciar la luna ¿y quien no?

-Pero podré- se sonrió. -Podré cuando crezca-.
Y asintió convencido.
Sin saber. Sin poder imaginarse siquiera que nunca podría estar más cerca de acariciarla que ahora. Volvió a las palabras.
Una más difícil ahora: A-ene-hache-e-ele-o.