El camino
descendía entre árboles.
Los había de todas clases: altos, bajos; de
troncos añejos y de tallos recién
brotados.
Temía perderse y acabar dando vueltas hacia
el laberinto de ningunaparte; por eso de
vez en cuando miraba al cielo, buscando entre
ramas la luz brillante que había reaparecido al caer el sol.
Se habría extraviado muchas veces en su vida
si no hubiera atendido a las luces: Luces de guía o de alarma. Luces de aviso y luces de
celebración. Luces de prohibición o de paso abierto.
Sonrió
mirando al horizonte con añoranza: La profesión de su vida podría haber sido la
de cazador de luces. Había tenido un buen puñado de trabajos y casi todos estaban
relacionados con la luz:
Cuando fue electricista, se alegró de poder iluminar
construcciones nuevas y antiguas con una flamante instalación eléctrica. Cuando
acomodador, le divertía guiar a la gente por los pasillos oscuros del
cine. Siempre había deseado ser farero y lo consiguió, por fin, una temporada
de verano en que disfrutó mucho viendo pasar los barcos que se guiaban por la
luz que el cuidaba. Y ahora en su jubilación, se había convertido en observador
de estrellas.
Tenía en su terraza un buen telescopio con el
que escudriñar el cielo y después de una atenta observación, había decidido
salir a recorrer caminos, como tantas otras veces, para intentar “cazar” con el objetivo de su
cámara un brillante astro que había descubierto recientemente.
No estaba resultando una tarea
fácil porque, por causa de algún efecto óptico desconocido para él, la estrella
aparecía repentinamente grande y brillante, para alejarse después.
Llevaba dos días caminando sin ningún
resultado: Había atravesado ciudades y pueblos; había cruzado a nado un río y siguiendo la luz, se había
internado en una fraga.
Era Navidad y eso le hizo recordar la historia
bíblica de estrellas y caminos que contaba siempre a sus nietos la
víspera de reyes:
“Erase que se era, hace más de dos mil años,
tres hombres sabios.
Eran sabios porque sabían y además saboreaban
aquello que iban descubriendo.
Los tres partieron al tiempo de lugares
distintos y muy lejanos entre sí, porque al observar las estrellas,
descubrieron en el cielo una luz muy especial –quizás fuera un cometa- y se
lanzaron a seguirla.
Cada
uno por su cuenta sin siquiera conocerse, caminaron en la certeza de que aquél
día había nacido en algún lugar, el Mesías que el mundo esperaba.
Tras
caminar muchas jornadas, en el pueblo de Belén, se encontraron los tres a las
puertas de un lugar que había sido cobijo de ganado.
Allí estaba alojada una mujer que acababa de dar a luz a
un niño al que recostó en el pesebre, porque no tuvo quien la acogiera aquella noche.
Extrañamente aquel evento tan importante para los sabios, no contó con la
asistencia de los gobernantes del país. Tampoco estaban los sacerdotes del pueblo de Israel,
probablemente demasiado ocupados en cuidar las piedras del templo. En la
historia se dice que los que acogieron al Mesías, los que dieron cabida a lo
realmente importante en la vida, fueron los
pastores que vagaban por el campo con sus ovejas...”
De esta manera el abuelo narraba a los suyos ese relato
que tenía un sentido nuclear para él. Como todas las historias que hablaban de
luz.
Caminaba pensativo. Si tuviera que contar de
nuevo la historia para hacerla comprensible hoy, María y José habrían sido desahuciados
de sus casas por no poder pagar la hipoteca. No encontrarían un lugar donde
guarecerse, ni (a este paso) un hospital que los admitiese por no estar empadronados. Tampoco
figurarían en el nuevo nacimiento ningún político, ni banquero, como tampoco ningún sacerdote. Tal
vez el anuncio fuera esta vez para un puñado de sintecho o…
¡Por fin un claro! Miró hacia el cielo y vio
los guiños de la estrella. Grande, brillante, hermosa. Iluminando hasta muy
lejos el camino.
Hizo cuidadosamente
la fotografía deseada y después se tumbó cuan largo era, dejándose bañar por la luz. Disfrutó aquel rato de silencio y belleza que se le
regalaba.
Atrás quedaba la oscuridad del bosque. Cerró
los ojos y saboreó la historia navideña que acababa de evocar. Respiró profundamente
intentando sentir la luz que brillaba en su interior. ¿Cuál era la estrella que
iluminaba su camino? ¿Qué acontecimientos y personas de su vida lo habían iluminado
y guiado durante un trecho? ¿Qué nombre podía darle a su estrella, aquella
estrella de luz y certezas que habitaba sus entrañas? Muchas imágenes del año
recién terminado se detuvieron en su retina. Se levantó. Desmontó la cámara y
el trípode. Los guardó con cuidado y miró de nuevo el cielo iluminado.
Había fotografiado su estrella de hoy. Sabía con
certeza por dónde seguía su camino. Lo que no podía todavía vislumbrar era qué
distancia le quedaba por recorrer.
Cómo de lejos quedaba “su Belén”.
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